La playa es el espacio por excelencia en el que pasar unos días tranquilos y baratos. Escondidos tras una gorra y unas gafas de sol dedicamos el tiempo, esas horas muertas que en la playa se justifican "estando en la playa" aunque estés tirado sin hacer nada de nada, al pasatiempo nacional de mirar a los demás. Como quién no quiere la cosa, observamos a esos cientos de personas que transitan por la playa de un lado para otro, observamos sus caras, su tono de piel, su ropas de baño, sus formas físicas...
Cuando estamos en la playa parece que todo tipo de inhibiciones desaparecen. Llegar a la playa y dejar a la vista nuestras carnes parece una sola cosa. Torsos de todo tipo, blandos, fuertes, amplios, esmirriados... En la playa todo vale con tal de coger un poco de sol.
Dicen que todos somos iguales en la muerte y con la playa pasa algo similar. El sol nos homogeiniza, en el agua somos todos igual de torpes y sobre la toalla todos estamos buenísimos. Las vergüenzas desaparecen, la timidez se queda en el aparcamiento y somos más nosotros que nunca, relajados, serenos, casi rejuvenecidos al poder mostrar esa chicha recurrente o ese pliegue que ni dieta ni gimnasio logran extirpar, sin que nadie te eche una seguna mirada.
Y es que en la playa todos somos iguales. Igual de feos, igual de guapos, igual de morenos, igual de blancos... En la playa miras y te dejas mirar...Con la inmensa y morbosa satisfacción de saber que siempre encuentras alguien que está más feo, más blanco o en peor forma que tú.